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En pleno auge del 'vibe coding' y, en común, del uso de las herramientas de programación basadas en IA generativa, un desarrollador web ha relatado en su blog cómo su inmersión en el uso de las mismas le llevó desde una sensación auténtico de "tener superpoderes" cuando se ponía a escribir código, hasta otra sensación, con el tiempo, muy diferente: la de haberse vuelto más perezoso y menos competente.
Su conclusión final es que el decano aventura no es que la IA nos reemplace por ser "mejor" que nosotros, sino que, si la usamos sin cuidado, acabemos deteriorando nuestras propias habilidades hasta volvernos prescindibles.
El pasado mes de abril, el cabecilla de nuestro protagonista le pidió que probase a introducir la IA en su dinámica habitual de trabajo. No fue una imposición numérica tipo "que el 20 % del código sea hecho con IA", sino una forma de comprobar de no perder una posible superioridad en un mercado difícil: que si aumentaba en cierto graduación la productividad, valía la pena probar.
Aun así, él llegaba con recelos: en lo personal, había trillado despidos en otros puestos de trabajo (relacionados con la redacción y/o la traducción) asociados al despliegue de LLMs; pero, encima, desde el punto de olfato ético, cuestionaba tanto el origen de los datos, como el impacto ambiental de la reproducción de contenidos.
El primer contacto con la IA no se dio en grandes proyectos, sino en pequeñas intervenciones adentro de tareas rutinarias. Así, las contribuciones del LLM se limitaron sobre todo a:

En breviario, el producto final no era más estable, más seguro ni más renovador por el hecho de favor incorporado esos fragmentos generados por IA.
Posteriormente de varias interacciones modestas con la IA, el autor decidió someterla a una prueba más quisquilloso: desarrollar la implementación del procesamiento de imágenes en su nuevo CMS. Esto es, una funcionalidad que no era trivial, pero siquiera de la complejidad de un motor de compilación o un sistema distribuido... y por lo tanto, aparentemente perfecta para evaluar la IA en un caso de uso tangible.
El autor integró el asistente de IA directamente en su editor de código, de modo que el maniquí tuviera llegada tanto al prompt como a los archivos del tesina, pudiendo contextualizar la reproducción.
El LLM respondió con prontitud: más o menos de 200 líneas de código, comentadas, que parecían cubrir todos los puntos de la índice. La implementación incluía funciones para observar el archivo, procesarlo con una repisa de manipulación de imágenes, eludir las variantes y devolver un objeto con información útil para el CMS.
Tiempo total: unos 30 minutos, frente a las varias horas que el autor calculaba que le costaría hacerlo manualmente. La sensación fue casi mágica: era como delegar en un "compañero invisible" capaz de programar a velocidad de mareo.
Producirse de una hoja en blanco a un módulo cómodo en media hora era poco que, hasta hace poco, parecía ciencia ficción

Ese impacto positivo auténtico le llevó a pensar en el potencial multiplicador de productividad: si podía implementar una cámara entera del sistema así de rápido, ¿qué impediría que la decano parte del CMS se construyera con este método?
En ese momento, parecía que la IA no solo le estaba ayudando: estaba redefiniendo sus expectativas sobre lo que podía conquistar en una marcha profesional.
No obstante, pronto empezaron a aparecer detalles que le incomodaron:
Estas "grietas" pasaron desapercibidas en medio del subidón auténtico, pero se harían decisivas cuando llegara la etapa de auditoría.
Pero así, lo que al principio parecía una triunfo rotunda empezó a transformarse en una pregunta inquietante: ¿cuánto de este código era verdaderamente seguro y mantenible?
Sospechando que la subida de archivos podía esconder riesgos, pidió al propio LLM auditar el módulo. El veredicto: varias vulnerabilidades críticas (desidia de límites en tamaño de archivo, partida de comprobación del tipo de contenido, posibilidad de sobrescribir archivos del sistema, entre otras). Descubrió así que el mismo asistente que generó el código “rápido y cómodo” omitió salvaguardas básicas.
Y se topó con un segundo problema: como no había sido él quien había escrito el código, y la método no era suya, carecía de visión entero para arreglarlo con soltura: cada sentencia enemigo se sentía superficial, como si estuviera depurando el trabajo de otro programador desconocido… con la diferencia de que ese "otro" era una IA incapaz de contestar por sus decisiones.
La salida "acomodaticio" era retornar a pedir más cambios al LLM... y de nuevo sin asimilar si ahora el código sí quedaba verdaderamente proporcionadamente. Ahí cortó el experimentación, dándose cuenta de que estaba atrapado en una helicoidal improductiva.
No era solo un problema de seguridad técnica; era una cuestión de seguridad profesional: había perdido temporalmente la capacidad de auditar y mejorar de forma independiente una cámara central del sistema que, en teoría, había "desarrollado" él mismo.

El autor describe la sensación auténtico de trabajar con un LLM integrado en el flujo de progreso como "suave, sin fricción", una en la que una simple instrucción en idioma natural generaba en segundos bloques enteros de código cómodo. Esa inmediatez crea una ilusión de estar avanzando a gran velocidad y resolviendo problemas con operatividad. Pero lo que parecía eficiencia pronto se reveló como dependencia.
En términos cognitivos, el problema no es solo que el desarrollador deje de escribir líneas de código; es que deja de recorrer el camino mental que da forma al entendimiento del sistema. Cuando uno software desde cero, cada osadía —desde la referéndum de una estructura de datos hasta la potencia de una entrada— es un punto de advertencia. Esas microdecisiones alimentan lo que podríamos tocar "planisferio mental del tesina": una representación interna que permite anticipar errores, comprender interacciones y hacer ajustes con precisión.
Con el uso intensivo del LLM, ese planisferio mental se vuelve opaco. Por otra parte, surge lo que algunos estudios llaman "deuda cognitiva": la acumulación de decisiones no tomadas por el humano que, más delante, deberán ser comprendidas para nutrir o esquilar el sistema. Esa pérdida de comprensión es peligrosa: no se nota de inmediato, pero erosiona la capacidad de intervenir con seguridad en el futuro.
Por otra parte, como el tiempo desde que tiene la idea hasta que tiene en pantalla el código que "funciona" es muy breve, la mente recibe una galardón inmediata que refuerza el uso de la útil… incluso cuando la calidad, la seguridad o la mantenibilidad no están garantizadas.
El círculo vicioso es claro:
Su advertencia final se aparta del discurso habitual sobre la "amenaza" de la IA: para el autor, el tablado más preocupante no es un futuro en el que un LLM sea intrínsecamente más inteligente, rápido y preciso que él —un "enemigo foráneo" invencible—, sino un presente en el que, al delegar en exceso, pierda destreza y criterio, y él mismo se vuelva irrelevante.

Empieza con pequeños ahorros de tiempo, con líneas de código que ya no escribe ni revisa a fondo, con decisiones de edificio que deja que la máquina tome "porque es más rápido así". Poco a poco, el músculo cognitivo se atrofia: el conocimiento técnico se vuelve superficial, la intuición para detectar un bug se diluye, y la confianza en el propio madurez cede circunscripción a la dependencia.
En sus palabras, la situación es análoga a la de un piloto que, por dejarlo en Dios ciegamente en el piloto espontáneo, pierde la pericia para volatilizarse en manual. El peligro no es solo técnico, sino psicológico: el flujo de trabajo asistido por IA puede ser tan cómodo que uno olvide por qué se hacían las cosas de cierto modo, o qué compromisos implicaba cada osadía. Esa "pérdida de fricción" es seductora, pero a la vez erosiona la comprensión del código.
Imagen | Marcos Merino mediante IA
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